Relato
de una mujer que denunció la violación de la que fue víctima durante masacre de
El Salado.
5:12 p.m. | 18 de febrero de 2015
La niña de Juan*, ebanista aplaudido de
El Salado, estaba muda, aturdida por las imágenes de aquella mañana.
La agobiaba la gente, el ruido, la luz.
Procuraba no encontrarse con nadie y una y otra vez se bañaba a totumazos, como
si el agua limpiara la turbiedad del alma, como si el agua aliviara las penas,
como si el agua se llevara las desgracias.
Los primos y tíos de El Carmen de
Bolívar, donde se refugiaba con su familia, preguntaban por qué el letargo de
la quinceañera, por qué la mirada perdida y el llanto en las noches. Por ella
contestaba la madre, nerviosa, con un simple “es que extraña la casa”.
La casa
Todo el pueblo sabía que por el arroyo
que baja detrás de la iglesia, estaba la casa de los Velásquez.
Era pequeña, de bareque y con paredes
azules. Al frente había un campano gigante en el que Jennifer y sus dos
hermanos mayores colgaron un lazo que servía de columpio. Día y noche habría
que ver a Eliza*, su madre, pidiéndoles que se bajaran y a ellos obedeciendo a
regañadientes.
En ese entonces, a principios de la
década de los 90, la familia y El Salado solo eran armonía. A este
corregimiento de El Carmen de Bolívar, tres horas al sur de Cartagena, lo
llamaban “La tierra bendita”: de sus cerros salían el mejor tabaco, plátano y
yuca de la región. Algunos dicen haber visto panteras entre los matorrales,
había acueducto, energía y hubo intentos de explorar petróleo y gas.Todavía hoy, debajo del tierrero y la frondosidad, se
esconden abundantes pozos de agua, un bien escaso donde la lluvia se recibe con
gaitas, tamboras y aguardiente.
Sin embargo, la paz y la bonanza
durarían muy poco. Cualquier día llegó la Policía a custodiar las riquezas, y a
estos les siguieron miembros de los frentes 35 y 37 de las Farc, quienes
atraídos por la prosperidad y la cercanía al mar, hicieron de El Salado un
reducto de sus fechorías.
Resultó ser que los segundos estaban
mejor armados que los primeros, y en el 95, luego de múltiples victorias de la
guerrilla, la organización ya era dueña y señora de este pueblo perdido entre
los Montes de María.
Allí ocultaban a sus secuestrados y el
ganado que se robaban, preparaban emboscadas contra militares y descansaban
míticos jefes, como ‘Martín Caballero’, responsable del asesinato de 218
miembros de la Fuerza Pública, 419 civiles y de planear un atentado contra
Álvaro Uribe y otro contra Bill Clinton en una de sus visitas a La Heroica.
Mientras tanto, el grupo se filtraba en las escuelas y empleaba
tácticas de seducción para reclutar a ingenuas muchachas en sus filas.
Consciente del peligro, el señor Juan le
decía a Jennifer: “A esa gente ni la mires”, pero como a muchas de sus amigas,
le gustó un guerrillero: un muchacho apuesto, con ínfulas de macho y fusil al
hombro.
Por suerte, a la niña le atraía más la
libertad que el amor, pero Lady, su compañera de clase, le creyó el cuento a
uno de ellos de que la vida en el monte sería linda a su lado. A ella y a otras tantas jamás las volvieron a ver.
La tranquilidad se perdió del todo en
1997. Jennifer tenía 12 años y, como todos, intuía que algo malo iba a suceder,
que vivir en un pueblo guerrillero no sería gratuito.
“Va a venir el Ejército y nos va matar”, pensaba entonces. Pues bien, el 23 de marzo de ese
año, un grupo armado, enviado al parecer por ganaderos de la zona, con lista en
mano, asesinó en el parque de El Salado a Doris, la maestra de una vereda
cercana; a Ender, un agricultor honesto; al padre de Ender, y a otros dos
campesinos tachados de guerrilleros.
Jennifer, padre, madre, cinco hermanos y
cerca de 7.000 saladeros tomaron lo poco que pudieron y salieron despavoridos.
Los Velásquez llegaron a la casa de una
prima en El Carmen. Allí cohabitaban con otras 20 personas que también se
habían desplazado, no había agua y nadie tenía trabajo. Las condiciones eran
extremas para la familia, acostumbrada al bienestar que les daba su pueblo,
pese a la zozobra de los grupos armados.
A los tres meses, en junio, la Armada
Nacional envió a algunos hombres a El Salado. Se decía que había garantías para
retornar. Con el anuncio, a Juan le volvió el aliento y regresó con Jennifer y
otras cuatro familias, los únicos a quienes no los venció el miedo.
El pueblo estaba intacto. La casa de siempre, patas arriba, como la habían
dejado. Por las calles no se oía ni el
aullido de un perro.
La niña y su padre se acomodaron en una
vivienda abandonada cerca del parque. Ella cocinaba y lavaba; él recuperaba un
pueblo fantasma y buscaba qué comer. Así fue el día a día durante un año, hasta
que medio Salado regresó y había maestros en las escuelas.
En el 98, la guerrilla irrumpió la calma
aparente. Esta vez llegaron con fuerza, con el ego herido, con violencia,
dispuestos a ser los reyes de El Salado, y así sería por otros dos años. Así
sería hasta febrero de 2000.
Febrero de 2000
I
Era 13 de febrero de 2000. La mañana
estaba soleada y la carretera fangosa. El señor Juan y Jennifer, con 15 años
recién cumplidos, salían de El Salado en un Jeep Willys de los años 50, camino
a una cita médica a El Carmen de Bolívar. Con ellos iban unas 10 o 12 personas,
que al vaivén de las piedras y el pantano divisaban el verdor de las montañas,
mientras un galponcito de gallinas y algunos racimos de plátano y bultos de
ñame luchaban contra las curvas en la capota.
A eso de las 9 a. m., cinco hombres vestidos de militar se atravesaron y le
hicieron señas al conductor de que parara. Los
tripulantes se bajaron del vehículo y a petición de los uniformados,
identificados como miembros del Ejército, entregaron sus documentos de
identidad.
Jennifer, la única menor de edad, se
excusó por no llevar papeles. Mientras tanto, uno de los hombres tomaba nota en
un cuaderno escolar de los nombres, apellidos y números de cédula de los demás.
El padre miró a su niña y le susurró: “Mami, esto no está bien”.
Aun nerviosa y bajo el sol inclemente,
la jovencita no podía dejar de mirar a esos hombres grandes, fornidos y
silenciosos que los custodiaron hasta las 6 de la tarde, hora en que pudieron
regresar a El Salado, donde su madre y el pueblo ya habían recibido la noticia del
retén y estaban en un mar de nervios.
Esta sería la antesala de un cuadro del
horror que apenas comenzaba.
II
El 16 de febrero, el rumor de que los
paramilitares estaban llegando a El Salado cargados de cilindros para cobrar la
vida de quienes tenían relación con la guerrilla se hizo más certero.
En el camino, el mismo que tres días
antes transitaba Jennifer, asesinaron a la señora Edith Cárdenas Ponce. El Jeep
en el que iba para El Carmen fue retenido en un sector conocido como la Loma de
las Vacas, donde hombres armados la
acusaron de ser guerrillera por llevar marcas de sol en sus hombros, como si hubiera cargado equipos de campaña o
utilizado armas. A esta ama de casa, que del miedo no supo qué responder, la
apartaron al borde de la vía y la apuñalaron.
Los hechos espantaron a saladeros como
Jennifer y su madre, quienes corrieron a esconderse a una finca de una vereda
cercana. Con ellas se ocultaban otras 40 personas, entre las que estaban un
comandante de la guerrilla y su familia.
III
Finalizaba la tarde del 17 de febrero y
el comandante confirmó que se acercaban los paramilitares, así que tomó sus trastes, hijos, esposa y huyó. Las familias se quedaron inquietas, haciendo
conjeturas, a la espera del primer bang bang, pero como la noche transcurrió serena,
el temor cesó y en la mañana del 18 de febrero volvieron al pueblo.
IV
A las 8 a. m, en El Salado sólo cantaban
las cigarras. No había un alma en las calles. En casa de los Velásquez, el
señor Juan y su hijo mayor preparaban el desayuno. Yamile*, la hermana de
Jennifer, lavaba un cerro de ropa sucia, mientras Jennifer y su madre se
reponían del susto.
De pronto se escucharon unos 5 o 6
disparos. “Dios mío, ahora sí”, exclamó la señora
Eliza, y salió corriendo con sus dos hijas
hacia Barrio Arriba, sin tiempo para ver qué camino tomó su esposo.
Las mujeres de la familia Velásquez se
metieron a la casa de una prima, donde ya había dos hombres y 20 mujeres, una
de ellas con un par de mellizas recién nacidas. Afuera se escuchaban los gritos
de los vecinos, más disparos y un helicóptero volando bajito.
A las dos horas parecía que volvía la
calma. Entonces Ginna*, prima de Jennifer, le dijo que en un santiamén fueran a
las casas por un par de zapatos y los documentos de identidad. La señora Eliza
les imploró que se quedaran, pero si algo
tienen claro los saladeros, dice Jennifer, es que la muerte no los puede
sorprender descalzos y sin nombre.
A las jóvenes les alcanzó la osadía para
ir a sus casas, sacar lo que necesitaban y volver. Sin embargo, cuando iban en
el parque vieron que un helicóptero con insignias azules se acercaba, se
acercaba demasiado. Todavía hoy Jennifer recuerda que le decía a su prima:“Ahí viene el Ejército, ahí viene a salvarnos Ginna”,
e instantes después comenzaron a recibir disparos desde el aire.
Ambas corrieron tan rápido como fue
posible, y justo en el billar de la esquina del parque, por donde se sale a El
Carmen de Bolívar, se separaron. “Corre flaca, corre que nos van a matar”, le
gritaba Ginna.
Jennifer esquivó el ataque y volvió sola
a donde su madre. El helicóptero seguía disparando y afuera unos hombres
decían:“Salgan guerrilleros que somos los
paramilitares. Salgan que los vamos a matar”.
La joven miró por la puerta y vio a un séquito de uniformados que aparecieron
de la nada, o que con los nervios había ignorado mientras regresaba.
Nadie se atrevió a abrir. Fue el llanto
de las mellizas el que delató que ahí estaban. Entonces otra voz dijo: “Tírenle una bomba a esta casa que ahí es donde
está la guerrilla”, y enseguida otro hombre le lanzó una
patada a la puerta hasta derribarla.
Jennifer salió despavorida y uno de los
paramilitares le gritó: “No corras, porque si corres, te mato”. A ella no le
importó, pero la madre la miraba con ojos de quédate quieta y decidió ocultarse
donde estaba la mamá de Ginna, su hermana y otra tía.
De inmediato, un miembro del grupo de
unos 18 años la vio. Llevaba puestas unas gafas sin lentes, solo con montura,
que según se supo después, pertenecían a alguien que había torturado y esa era
su forma de burlarse.
El joven la tomó por el pelo y le dijo
“sales o te mato”. Ella respondió, a secas, no. “Sales o mato a tu mamá”,
añadió. Entonces hizo caso yse unió a una fila de
mujeres que caminaban hacia el parque con la mirada gacha, las manos en la
cabeza y un fusil en el cuello.
V
Jennifer recuerda que en cuestión de
minutos las calles de El Salado estaban llenas de camas, sillas, colchones, un
reguero de agua por todas partes y un
paramilitar en cada casa -450 en total, según reveló más adelante la Fiscalía-.
Sobre las 11 de la mañana, a las mujeres
las enfilaron en la iglesia y les pidieron que se sentaran en los siete
escalones del atrio. Los hombres, entre los que estaban su papá y sus dos
hermanos, se quedaron en la cancha de microfútbol.
El hijo de un vecino de los Velásquez,
que antes pertenecía a la guerrilla, llevaba puestos unos tenis color amarillo
fluorescente que resaltaban entre un mar de botas negras. Como conocía a
Jennifer, la saludó y le dijo: “tranquila, a usted no le va a pasar nada”, a lo
que ella respondió: “o me pasa más, me matan más rápido”.
VI
Transcurrió un buen tiempo y llegó un
paramilitar vestido de civil, posiblemente un jefe, porque era el único que se
comunicaba con radioteléfono, y le preguntó a Jennifer: “¿Tú eres Neivis Arrieta?”.
A Jennifer siempre la habían confundido
con Neivis Judith Arrieta. Tenían la misma edad, el pelo negro hasta la cintura
y rasgos similares. Las diferenciaba que, al parecer, la otra andaba de amores
con un guerrillero y, se decía, tenía dos meses de embarazo.
“Yo no soy, usted está confundido”, le
respondió ella, y prefirió no delatar a la verdadera Neivis, que estaba sentada
a su lado. “Pues si eres, hoy te vas a morir, hoy vas
a conocer qué es ser mujer de un guerrillero”,
le advirtió el jefe.
Minutos después, el mismo paramilitar
llegó empujando a un guerrillero y le ordenó que dijera cuáles de las mujeres
tenían romances con compañeros suyos. El joven, con lágrimas en los ojos, ni
siquiera levantó la cabeza, ni siquiera miró a las mujeres, sino que con el
dedo pulgar señaló al azar, justo en el sitio donde estaba sentada Rosmira
Torres, de 46 años, madre comunitaria y mamá de Luis Pablo Redondo, un joven
maestro a quien acababan de arrancarle las orejas en la cancha, frente a
decenas de saladeros cuyo castigo era presenciar el macabro espectáculo.
A Rosmira la tomaron del pelo, la pasaron
por encima de Jennifer, la arrastraron por el piso, hasta la calle que separa a
la iglesia de la cancha, y allí la amarraron por el cuello con una cuerda que usualmente
se usa para colgar hojas de tabaco. Uno
a uno, un corrillo de paramilitares se iban pasando la cuerda, jalaban y
jalaban para estrangularla, y cuando estaba sin aire, la soltaron, le
infligieron dos puñaladas y con un tiro de gracia apagaron el soplo de vida que
le quedaba.
Los paramilitares regresaron de la
carnicería humana y el guerrillero señaló a la auténtica Neivis. Los
uniformados decían que era la mujer de “Camacho”, un jefe guerrillero, aunque
según las investigaciones posteriores, no era así.
A la joven, de tan solo 15 años, la
llevaron a un árbol contiguo a la cancha de microfútbol, la acostaron boca
abajo y la desnucaron frente a la multitud de campesinos. Así la vio por última
vez Jennifer, su compañera de clase, aunque después de muerta no cesaría la
barbarie.
Con la bestialidad de un sicópata, un
paramilitar le quitó la falda a Neivis, le atravesó un palo por el cuerpo,
desde los genitales hasta la cabeza, y con frialdad volvió al ruedo, a la
cancha, en busca de otra víctima.
Mientras tanto, el hombre vestido de
civil regresó a donde estaban las mujeres al borde del pánico, y le ordenó a
Jennifer que se fuera con él, que tenía que preparar la comida de sus
compañeros. La señora Eliza le imploró que se la llevara a ella, que la niña no
sabía cocinar, pero el jefe tomó a la joven por el brazo y la condujo a una
casa al lado de la iglesia, profanada por tanta sangre que corría a sus pies.
VII
Al llegar, Jennifer vio a uno de los
paramilitares desangrándose en un colchón. En un susto, un campesino le había
cortado la mano. “Mira lo que los tuyos hicieron con uno de los míos, pero a
ustedes les va a ir peor”, le advirtió el jefe, y luego la tomó de la cabeza y
la hizo acercarse a la herida del hombre.
En la casa había cerca de 20 paramilitares,
algunos encapuchados. No había comida, por lo que la muchacha sospechó que no
iba precisamente a cocinar. La duda la confirmó cuando por el radioteléfono un
hombre le dijo al jefe: “suéltela que ya la comida está hecha”. Entonces, en un
tono burlón, le dijo a Jennifer: "¿Tú
sabes lo que te va a pasar muchacha?”,
y ella, que con los nervios le da por hablar más de la cuenta, le respondió que
ya se imaginaba, pero que por favor no la torturaran, que la mataran y listo.
Acto seguido, el hombre seleccionó a
dedo a tres paramilitares y dio la orden a los demás de que salieran. Entre los
que se quedaron estaba su vecino, el de los tenis amarillo fluorescente, que
ahora se cubría la cara con una capucha.
El jefe le ordenó reiteradamente a
Jennifer que se sentara, y ella se negaba. Le preguntó si El Salado era
territorio de la guerrilla, y a secas ella respondió que sí, que por ahí
pasaban las Farc. Indignado, le incriminó que ni siquiera era capaz de negarlo,
y ella, en una actitud retadora, de dolor e indignación, que todavía no se
explica, le respondió que para qué hacerlo si de todas formas la iban a matar.
La actitud de Jennifer enfureció al
paramilitar, quien ahora subía el tono de voz y le pedía que se arrodillara,
que pidiera perdón. De nuevo, con la mirada al frente, la joven dijo no. “¡Que te arrodilles, perra, malparida, guerrillera!”, le exigió iracundo. “Pues no me arrodillo, al menos me llevo ese honor”, respondió ella, misteriosamente serena. Entonces, el
hombre la golpeó en las rodillas con su fusil y su paciencia se rebosó al ver
que la víctima quedó de pie, sin flaquear ante el dolor y la violencia.
Lo que ocurrió después no tiene nombre.
Jennifer Velásquez, una virgen de 15 años,
a quien el amor todavía no le había erizado la piel, ni revuelto el estómago,
tomó a la fuerza un trago de la más monstruosa perversión, de una guerra entre
esquizofrénicos en la que la victoria es del más cruel.
El jefe paramilitar arrastró a la
muchacha hasta una habitación. Se bajó los pantalones y fue el primero en abusar
de ella. Después de golpearla, le dijo a los demás que hicieran con ella lo que
quisieran. El segundo en la fila fue el de los tenis color encendido. La joven
procuró a tientas quitarle la capucha, pero la bestialidad de cuatro era más.
Entre todos le cortaron el pelo, le pintaron el rostro como a un payaso, le
tatuaron una cruz en su pierna derecha y le lanzaron insultos y burlas que ya
no recuerda. Luego de ser violada por segunda vez sintió que se estaba
desangrando y quedó inconsciente, aferrada a la imagen de su madre y al sueño
de una familia y de una carrera para no morirse.
VIII
Caía la tarde de aquel viernes negro y
afuera de la casa en la que yacía Jennifer las familias apenas podían llorar a
sus muertos, a 65 muertos. La faena de sangre en la cancha se dio por terminada
y los paramilitares dieron la orden de que todos se encerraran y no salieran
hasta nueva orden.
A la joven, que la creían muerta,
alguien le tomó el pulso y la despertó de la pesadilla. Era la señora Eliza y un primo, a quien le tocó saltar
por encima de los cuerpos para llevar a Jennifer a una casa cerca al
bachillerato.
Allí estaba don Juan, el único, aparte
de la madre y el primo, que la vio en ese estado. Después, no había luz y los
ánimos se concentraron en encontrar a Yamile, quien finalmente llegó a la media
noche, deshidratada, porque se había escondido todo el día en un baño sin
techo.
A los once días huyeron de El Salado.
Atrás quedaba un pueblo sin alma. La casa de paredes azules la habían quemado y
con ella se habían consumido los buenos recuerdos. En adelante comenzaría el éxodo.
Éxodo
La punzada del desplazamiento es casi
tan amarga como la de la violencia. Por eso, los días en El Carmen de Bolívar,
a donde llegaron cientos de saladeros sin casa ni oficio y con el lastre de una
masacre a cuestas, aún son como trazos de un mal sueño para Jennifer.
De esa época recuerda que se bañaba hasta diez veces al día, que
con su madre hacían cuanta peripecia fuese posible para que nadie se enterara
de su violación, que extrañaba el monte y que el Estado solo apareció una vez
con una docena de fotos para que identificara a sus agresores. Para ella, que todavía le dolían el cuerpo y el
alma, contar su historia a cambio de una nimia esperanza de justicia, era como
volver a vivirla.
Así las cosas, Jennifer prefirió
tragarse el 18 de febrero del 2000, ante la ley, ante su familia y ante sí
misma. Sin embargo, eludir la deshonra que le producía esa fecha y sus infamias
sería difícil en una patria donde las mujeres son culpables de sus violaciones,
la justicia pocas veces resuelve estos delitos y las “hembras” que lloran son
frágiles.
Un mes después de la tragedia se bebió
30 pastillas de Complejo B. “Dios no quería que me fuera todavía”, dice, y por
fortuna las vomitó intactas, pero el médico que la atendió le completó la dosis
diciéndole que seguramente había intentado suicidarse porque la dejó el novio,
sin siquiera elaborar un informe del caso.
A lo anterior se sumaba que en El Carmen
de Bolívar, hasta su profesora de escuela se burlaba de los jóvenes saladeros:
“Ahí vienen los desplazados”, decía. La situación la irritó y terminó por dejar
de estudiar.
Luego, trabajando en Cartagena, un
hombre la cautivó con sus cuentos. Para ella había llegado la oportunidad de
ver cómo había quedado, de ver si después de tres años iba a ser capaz de amar.
Resultó que no, que lo sucedido en la casa del lado de la Iglesia de El Salado
aún la atormentaba. Entonces, con su verdad asfixiándola, decidió romper el
silencio y contarle a ese hombre dulce y comprensivo que decía quererla. La
respuesta, predecible. El cartagenero se fue argumentando que no quería estar
con una mujer que fue violada por cuatro hombres. De la experiencia quedó el sinsabor y Viviana*, una
niña con 12 años recién cumplidos y una madre que también hace de padre.
La historia, que a veces es
irremediablemente cíclica, se repitió. Otro hombre, esta vez un maestro, la
dejó embarazada de su segundo hijo, y luego partió, porque resultó ser casado.
La vida fuera de su pueblo se llenaba
cada vez más de obstáculos. Por eso, y porque nunca ha podido sacarse a El
Salado de las entrañas, regresó con un grupo de 186 personas que nunca dejaron
de soñar con el retorno.
Retorno
Corría la mañana del 2 de noviembre de
2002. Lucho Torres, agricultor nacido y criado en la Tierra Bendita, se paró en
la Plaza del Caucho, en El Carmen de Bolívar, y le dijo a los dueños de Jeeps y
escaleras (también conocidas como chivas): “¡Queremos recuperar nuestro pueblo,
necesitamos su ayuda!”. A las nueve cedieron los conductores y arrancaron
atiborrados de gente, picos y palas.
En la vereda San Pedrito tardaron tres
horas abriendo la vía y fue solo hasta las cinco de la tarde que vieron, a la
distancia, el rostro desfigurado de El Salado: Barrio Arriba, Barrio Abajo, Centro
y La Loma, invadidos por la maleza; las paredes caídas; los aljibes rebosados
de agua contaminada, y en algunas casas, bajo la loza, crecían árboles y
matorrales.
En su pueblo, Jennifer levantó a sus dos
hijos y poco a poco fue cicatrizando las heridas del 18 de febrero. Sin
embargo, siempre supo que una pieza no encajaba, que su tragedia no podía
quedar flotando en la mente, arrebatándole más vida.
Entonces, por recomendación de su prima
Ginna, que cuando se separó por la persecución del helicóptero también fue
víctima de violencia sexual, Jennifer conoció a una organización llamada Sisma
Mujer, la cual le mostró que con justicia y ayuda de profesionales ella iba a
volver a respirar.
Y así fue. Hace cinco años, el día en que Jennifer contó por
primera vez su historia ante un grupo de mujeres víctimas de la misma infamia,
sintió que algo turbio salía de ella. Entendió
que no era culpable por lo que le había pasado, que la vida se llenaba de
motivos para salir adelante y que si cuatro hombres se propusieron acabar con
su integridad, con su ser de mujer, ella tenía el valor para sobreponerse.
Desde entonces ha dado grandes pasos:
Habló del pasado con su hija y con su familia, acompaña a otras cinco mujeres
de su pueblo que decidieron romper el silencio, e incluso, al darse cuenta de
que su vecino, el de los tenis amarillo fluorescente, había regresado a El
Salado, le ha ayudado con víveres a la esposa y a los hijos, quienes pasan
hambre por culpa de un padre vagabundo y borracho.
Su gran avance ocurrió el 25 de
noviembre de 2010, hace exactamente cuatro años. Ese día, el Día de la No
Violencia contra la Mujer, denunció la agresión de la que fue víctima ante una
fiscal, quien curiosamente, y distinto al trato que suelen darle a estas
valientes, la recibió con una rosa y lloró con su relato; porque cuando Jennifer cuenta su historia, con una
fortaleza pasmosa, deja una mezcla de impotencia, esperanza y lágrimas en quien
la escucha.
jajajajaja que risa esa historia, es una de mis favoritas
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